martes, 31 de enero de 2012

Tenemos que hablar de Kevin

Recientemente vi la película que aquí en México se intituló “Tenemos que hablar de Kevin”. Su título original en inglés, “We need to talk about Kevin”, junto con la usual sinonimia entre las palabras del español “tenemos” y “debemos” nos permitiría normalmente darle el título al que ya hicimos referencia, sin embargo, el inglés podría sugerir que no se trata de tener que hablar de Kevin (eso parecería indicar que no nos es posible escapar de ello) sino que debemos hacerlo. 
Por otro lado, el título en español puede también quedar perfecto si pensamos que hablar de Kevin es de una importancia tal que estamos forzados a hacerlo. “Tenemos que hablar de Kevin”, debemos hablar de la película, pero también tenemos que hablar de Kevin, el joven, de la relación con su madre, debemos pensar en muchos otros que son o pudieran llegar a ser él, pensar en nuestras propias relaciones intersubjetivas.
Pero antes que nada, quisiera hacer referencia a la estructura de la película, la forma en que nos es presentada. Los primeros cuadros, lo primero que vemos es el rojo de unos tomates; y casi de inmediato reconocemos la famosa “tomatina” que se lleva a cabo en diversas partes de Europa, y principalmente en el municipio de Buñol en Valencia. Los sentimientos que transmiten esas imágenes, independientemente de lo que pensemos o sintamos con respecto de la tomatina, son de alegría, la tomatina es una fiesta.
Esa feliz secuencia se ve interrumpida por el despertar. La tomatina no era sino un sueño, quizá un recuerdo; la alegría abre paso a la depresión de la realidad, al dolor de la vigilia. Efectivamente, Eva Katchadourian, el personaje encarnado por Tilda Swinton, despierta de su sueño y encuentra el exterior de su casa vandalizado por otro rojo que nada tiene que ver con el de su sueño o memoria.
Eventualmente, en breves destellos la película nos deja saber que ocurrió algo terrible, noción que se ve reforzada por hechos que ocurren en el “presente” –como el desprecio que sienten por Eva la mayoría de personajes con los que ella interactúa e incluso las agresiones que ésta sufre por ese “algo” que ocurrió–. Esto es lo maravilloso de la película: estos flashes del “pasado” no son solamente para la audiencia, son recuerdos que llegan a la mente de Eva y que la atormentan de la misma forma que nos atormenta a todos la contemplación mental de nuestros errores pasados. Claro que no pretendo comparar nuestra situación o remordimientos con los que ella vive, sino comparar nuestros aparatos psíquicos, a veces tan fantásticos, a veces tan crueles. 
Durante las casi dos horas que dura la película somos Eva, vivimos lo que ella vive; re-vivimos lo que ella re-vive. O, en otras palabras: por casi dos horas, nuestro tiempo y el de Eva se hacen uno y nos desplazamos en su presente, pero siempre atrapados en su pasado y lo que pudo ser, lo que quisiéramos cambiar, lo que deseamos nunca haber hecho. Y esta es nuestra verdadera tragedia conjunta: desde el principio de la película sabemos que algo ocurrió, ya ocurrió, y nada de lo que veamos a continuación puede cambiarlo, al menos no en la manera en que desearíamos cambiarlo, es decir, evitándolo. La película es una angustia total en ese sentido; pues no importa cuantos destellos de esperanza creamos observar en la relación de Eva y Kevin, entre su dinámica de madre e hijo, sabemos que por alguna u otra razón esa esperanza va a esfumarse, lo que no hace sino aumentar el desasosiego en el espectador que siente que no sólo sabe que algo salió mal, sino que está a punto de verlo. Este es un rompecabezas que ya sabemos cómo se resuelve, o mejor dicho, que sabemos que nunca se resuelve. No en el presente que nos ofrecen, no en el pasado que Eva ya no vive, sino que sólo ensueña.
Este es uno de esos casos, si se permite el cliché, en dónde forma es fondo; la película es así porque así también es la vida y así también es la mente. Insertos en la vorágine de la cotidianidad, calcular todas las consecuencias de nuestros actos es imposible, no sólo porque lo habitual nos envuelve en un velo que no nos permite ver y que –como piensa un muy joven Kevin­– nos acostumbra incluso a aquello que no nos gusta, sino también porque no contamos con toda la información; como en aquel cuento de Michael Ende, donde una especie de genio maligno reimaginado nos muestra que aunque creemos tomar decisiones informadas, en realidad no contamos con toda la información, y a veces con ninguna. Sin embargo –y he aquí la importancia del título y de la reflexión que llevan a cabo tanto Eva como Kevin, cada uno por su lado–, debemos hablar de las cosas, debemos pensarlas y debemos someterlas a examen incansablemente. Estamos tan absortos en vivir la vida, que no reparamos en cómo la estamos viviendo y no advertimos las señales de alarma que nos envían aquellos más cercanos a nosotros, no reparamos en el papel que jugamos en la destrucción sistemática de aquellos que amamos. La cinta ha tenido tanto éxito quizá por esto mismo, por el súbito descubrimiento de la maldad de la que somos capaces, o quizá por lo emocionalmente poderosas que resultan las imágenes de la película y que no nos permiten escondernos en aquella cotidianidad, que nos enfrentan sin miramientos a nuestra responsabilidad, y que nos hacen muy conscientes de nuestra inclinación por la competencia, por la violencia, por el antagonismo extremo y por la escalada en los enfrentamientos. Y nuestra capacidad para ello es tal, que no nos damos cuenta del momento en que nuestros seres más amados: nuestros padres, nuestros hijos, nuestros compañeros de vida, se convirtieron en el enemigo que debe ser aniquilado.
La importancia de tomar un momento para considerar a los demás es de esa magnitud; para poder evitar la tragedia, para al menos intentarlo antes de que suceda, antes de herir a los que nos rodean, ya sea con afiladas flechas o con palabras de desprecio; con líquidos destapa-caños o con la indiferencia y el descuido de las necesidades del otro.
Pero no todo es culpa de Eva, y por ello creo que la necesidad de hablar de Kevin es de todos, pues gran parte de la dinámica dentro de la cuál desarrollamos nuestras relaciones sociales depende de la sociedad misma dentro de la que vivimos y que nos ha enseñado a ser lo que somos. Ya decía Kafka en su Carta al padre que él sabía que su papá era alguien genial, todos lo amaban con razón; todos menos él, pues ambos, padre e hijo, tenían un papel que representar y ese papel incluía la exigencia de odiarse mutuamente, de hacerlo difícil para el otro. El sistema bajo el que vivían les asignaba los roles que debían desempeñar y su labor únicamente residía en representarlo a la perfección. “Bajo diferentes circunstancias habríamos sido grandes amigos” decía Franz.
La película nos hace reflexionar en la abisal responsabilidad de los padres y de todo aquél que toca la vida de un niño. El papel de Eva en el camino que recorre Kevin, en lo que eventualmente se convierte, no es pequeño; sin embargo, la relativa facilidad con la que uno puede descomponer a otro asusta y asusta mucho. En el cine, durante la película, cada vez que Kevin mostraba su todavía infantil pero ya talentosa habilidad para maquinar nuevas formas con las cuáles atormentar a su madre, gran parte de la audiencia reía, y es que en verdad no es tan fácil como podría parecer no reír ante las ocurrencias del pequeño; sin embargo, el ojo y el cuyo de Celie o las olimpiadas de la muerte en su escuela a nadie le parecen graciosas, pero para entonces es demasiado tarde; demasiado tarde para sus padres, su hermana y sus compañeros, es demasiado tarde para él.
La libertad –como afirmaba Nietzsche– es una fruta envenenada; somos libres de hacer, pero debemos hacernos responsables no sólo de aquello que hacemos, sino también de todo aquello que elegimos no hacer; y por eso tenemos que hablar de Kevin.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.