miércoles, 31 de agosto de 2011

Reflexiones sueltas sobre "Rise of the Planet of the Apes"

Recientemente vi la precuela de aquella famosa película de 1968 llamada “El Planeta de los Simios”. Esta precuela titulada en inglés –su idioma original- como “Rise of the Planet of the Apes”, ha llegado a México con el título de “El Planeta de los Simios: [r]evolución”.

Debemos notar que la palabra inglesa “rise” puede ser traducida como “ascenso” o “surgimiento”, lo que da la idea de un origen, del nacimiento de ese planeta donde los primates dominan al hombre. Sin embargo, esa misma palabra puede ser también traducida como “levantamiento” o “alzamiento”, palabras que evocan una búsqueda de la liberación, un enfrentamiento al tirano que nos oprime. Me parece que en este caso la traducción sirve a su propósito.

(Advierto, para evitar la horrenda experiencia del “spoiler”, que es probable que líneas abajo haya “spoilers”, así que si no han visto la película y no desean que se las arruine, no sigan leyendo.)

“Rise..” es, en mi opinión, un film que nos invita a la reflexión en distintas líneas. Como película cumple lo que promete, pues sirve como puente entre la primera película y todo aquello que la historia original dejó fuera. No se trata solamente de la razón detrás del surgimiento de un planeta de simios, sino también de la atención que se puso a los detalles, como la pertinencia de dicha razón o los cabos que de otra forma quedarían sueltos.

El perfeccionamiento genético (inserte aquí su especie favorita: tiburones, murciélagos, abejas, humanos) es motivación frecuente para alterar aquello que conocemos como naturaleza; situación que termina muy, muy mal, en lo que suele interpretarse como castigo divino a la soberbia, a la necedad de jugar a ser dioses. El tema, por supuesto no es nuevo, la búsqueda fáustica del conocimiento y la repetición del pecado adánico original se repite una y otra vez en toda forma de arte; sin embargo, aquí hay algo distinto (elemento tampoco necesariamente nuevo, pero sí muy atractivo). Si bien, los intereses del capital no pueden dejarse de lado, pues siempre están involucrados; -representados por David Jacobs- es necesario recordar que esos intereses, tal y como sucede en la realidad, juegan constantemente con los deseos de los involucrados para conseguir lo que quieren. Los objetivos de Jacobs son parecidos a los de Rodman, pero sus motivaciones son sumamente distintas. A Jacobs, sin importar qué diga, lo único que le interesa es el dinero. Las motivaciones de Will son distintas, en parte quiere la fama, es cierto, pero su investigación es de suma importancia para él, pues quiere ayudar a su padre, quiere detener su sufrimiento. Por ello, la arrogancia aquí es solamente parte de la ecuación; ya que los deseos que eventualmente nos conducen al desenlace que todos conocemos, no sólo tienen que ver con la ambición y la gloria, sino también con la compasión y la empatía. Todo va cayendo en su justo lugar: la negación de Will de terminar con la vida de Caesar, el cuidado y la educación que le prodiga, el fracaso del compuesto y la necesidad de convertirlo en virus, el maltrato, hasta el viaje espacial. Todo encaja.

La película nos invita a reflexionar sobre nuestra relación con los demás habitantes de este planeta y con la naturaleza en general; nos invita a revisar ese comportamiento tan capitalista de ver a todo lo otro como el objeto a moldear, a dominar, a usar como mero medio en pos del progreso, del avance científico, del mejoramiento de nuestra especie, y de la riqueza de unos pocos. La antigua caracterización de las cosas en esencia y accidentes, que convertida termina por establecerse en nuestra conocidísima división de cuerpo y alma; sirve como justificación moderna de todas las atrocidades cometidas contra el cuerpo, siempre y cuando el alma sea salvada. La secularización de estos conceptos nos deja con la todopoderosa Razón, el misterioso "yo" y la conciencia superior. Si bien, después de innumerables luchas se ganaron resquicios desde dónde combatir la injusticia sobre el cuerpo humano, los animales quedaron en franca desventaja. Desde la religión se les negó el alma, desde la ciencia la razón, desde la filosofía la conciencia. Criaturas inferiores según todo criterio humano, quedaron en el limbo de los derechos. Sin alma, no importaba su salvación, sin razón no importaba su libertad y sin conciencia ni siquiera importaba su sufrimiento. La consideración moderna, aun reinante, de la superioridad del hombre, de su real derecho a poseer, usar y abusar de todo lo demás quedaba establecida pseudocientíficamente de manera natural y necesaria en una interpretación cómoda de la ley darwiniana del más apto. Por ello, “Rise…” plantea un ejercicio mental interesante, un ejercicio hipotético que encuentra fundamentos en la filosofía del periodo conocido como Crisis de la Razón, con Nietzsche y Freud a la cabeza, y más recientemente con los trabajos de ciencias cognitivas de pensadores como Dennett, Hofstadter o Dawkins. ¿Qué tal que nuestra superioridad supuestamente cierta hasta el momento resultara ser nada más que una ficción? ¿Qué tal que como le sucedió al alma alguna vez, un sector importante de la humanidad comenzara a dudar de la certeza de la conciencia, de la existencia del yo? Sus textos juegan con la hipótesis de que nuestro “yo”, o nuestra conciencia no es sino una ilusión, una ficción que nos da centro, que nos da unidad y sobre todo seguridad. No somos sino animales con un talento especial, al igual que cualquier otra especie. Nuestro talento especial no nos viene de Dios, ni de la astucia de la Razón, ni de la glándula pineal, sino de aquello mismo que hemos despreciado durante tanto tiempo: nuestro cuerpo, y más específicamente de nuestro cerebro, y aún más específicamente de nuestro neocortex. Nuestro talento consiste, o mejor dicho, un subproducto de él resulta en crear ficciones y luego creerlas con una convicción que haría palidecer a cualquier fanático. Las “especies inferiores”, así vistas, no son inferiores, sólo… diferentes; por lo que una revisión de la manera en que los tratamos es indispensable. Es necesaria una trasformación de paradigma que no sea automáticamente desventajosa, que no se de a partir de jerarquías establecidas de antemano, sino quizá a partir de la consideración del dolor ajeno, o de algunos otros criterios nuevos aún por determinar. Y esto no solamente en lo que respecta a la experimentación animal, que se muestra a detalle en la película, sino en todo aspecto, como la industria alimenticia, los zoológicos y los circos, por ejemplo.

El ejercicio mental de los escritores y el director no se detiene aquí, ya que sumidos en nuestras ficciones somos incapaces de ver las injusticias que el sistema comete en contra de sus víctimas –cosa que sucede a diario-, por lo que los simios son prácticamente forzados a levantarse en contra de la totalidad que los oprime. El sufrimiento de Caesar, le revela un mundo antes desconocido para él, le muestra una opresión para los suyos. Tiene la oportunidad de darle la espalda a las víctimas y retomar su posición acomodada, su hogar seguro al lado de Will, pero su experiencia en el refugio para simios le hace tomar conciencia de la injusticia que no merecen, del dolor que no se han ganado y lo obliga a pelear por la reivindicación de sus derechos, a pelear por su liberación. Lo fuerza a interpelar al sistema, a decir basta, a gritar ¡No!

¿Es ésta una visión romántica de los simios? ¡Por supuesto! ¡Es una ficción! Pero como todo ejercicio mental, nos pone a reflexionar sobre cosas que suceden todo el tiempo, sobre actitudes de la realidad que quizá deberíamos cambiar. Habrá algunos que ni siquiera quieran entrar al debate de las especies y los derechos de los animales, pero quizá sean seducidos o inspirados -especialmente en tiempos tan oscuros- por la fuerza de un relato, en donde un personaje no tolera el mundo en el que vive y desea cambiarlo dándose cuenta de que solo es débil, pero que la fuerza de la comunidad puede transformar el mundo.

jueves, 28 de julio de 2011

LA MATANZA DE OSLO Y LA BANALIDAD DEL MAL.

Por un lado, parecen tener razón aquellos que han pedido que Anders Behring Breivik pierda su nombre, su rostro. Quizá lo mejor es condenarlo al olvido, negarle la publicidad que tanto busca, a la que ha dedicado su vida y de la que ha obtenido tanto dinero. La riqueza de la que tanto presumía en sus perfiles parece haberla conseguido a través de su trabajo en el área de lo que hoy conocemos como “marketing”. Anders Behring Breivik sabe colocar productos en la mente de las personas, o en otras palabras, sabe vender sueños, deseos, creencias primero, y luego vender productos destinados a satisfacer esas ideas ya compradas por el público. Por eso el mayor peligro de seguir hablando del asesino de Oslo es colocar aún más su marca, su ideología. El mayor peligro es convertirnos, probablemente sin saberlo, en un elemento más de su aparato de marketing. Parece apropiado, entonces, despojarlo de toda humanidad, quitarle su rostro y hacerlo responder ya no a un nombre sino por sus acciones: “el asesino de Oslo”, “el monstruo”, “el terrorista”.

Ya otros antes de mi, han llamado la atención, a propósito de estos hecho lamentables, hacia juicio de Eichmann en Jerusalén o el espectáculo en el que se convirtieron los juicios de Núremberg a fin de mostrarle al mundo que la justicia no perdona y es especialmente dura cuando el sufrimiento de las víctimas es de tal magnitud que no puede ser ignorado. Dichos juicios hicieron desfilar víctima tras víctima para que pudieran testificar los horrores que habían vivido, para mostrar sin lugar a dudas las cosas inhumanas que los victimarios habían llevado a cabo, el sufrimiento al que habían sido sometidos y especialmente el elevado número de personas afectadas por tales actos de barbarie. El libro de Hanna Arendt sobre Eichmann trata de lo que ella llama “la banalidad del mal”, es decir, la parcelización del mal en pequeñas cargas que no perturban la moral de todos aquellos que participan en la barbarie. Durante la Solución Final, fue un gran número de alemanes los que participaron en mayor o menor medida en el genocidio. Funcionarios, soldados, ciudadanos, religiosos, muchos participaron pero nadie se creía culpable. Eichmann sostenía no haber matado a nadie, nunca haber jalado un gatillo, nunca haber girado una llave en las cámaras de gas, nunca haber puesto una soga alrededor de un cuello. Pero nada de eso importaba, sus manos no estaban manchadas de sangre, al menos no literalmente, pero sí manchadas de tinta por haber firmado los papeles que terminarían con la vida de muchas personas. De la misma forma, los maquinistas encargados de llevar prisioneros a los campos de concentración sólo conducían trenes, las enfermeras sólo desvestían y rapaban a los prisioneros, los conserjes sólo vaciaban y limpiaban las cámaras de gas, los médicos sólo diagnosticaban a los pacientes (aunque al diagnosticarlos como enfermos mentales, por ejemplo, estuvieran conduciéndolos con total conocimiento de ello a la muerte), los vecinos sólo enteraban de sus direcciones a las autoridades, los altos oficiales sólo firmaban papeles. Nadie era culpable, todos solamente cumplían con las obligaciones contraídas con la patria, primero, y con su trabajo, después. Era obvio que todos eran culpables, pero nadie lo veía, nadie se sentía culpable, y por ello, nadie sentía la obligación de detener todo aquello. No cargaban con la culpa que hubiera hecho que reflexionaran sobre todo aquello que habían hecho y seguían haciendo. Todo este mecanismo de división del mal, era una extensión de la manera moderna de ver al trabajo, y en general de la razón instrumental que exigía de sus empleados eficiencia y obediencia ciegas.

Lo que más preocupaba a Hanna Arendt era que al convertir a los nazis en monstruos, en inhumanos, en bestias sin corazón se pasara por alto que era toda una sociedad la culpable, un sistema económico, una cultura, una cosmovisión. Al final de los juicios, todo mundo creyó que ya no había problema; muerto el perro se acabó la rabia, como dice el dicho. Hanna quería que aprendiéramos de nuestros errores, pero para ello tendríamos que entender qué salió mal, las razones detrás de la barbarie. Despojar a los alemanes nazis de su humanidad en idea ocultaba las razones que orillan, convencen o encantan a toda una cultura, no sólo a estar de acuerdo con el genocidio y el terror, sino incluso a participar en ellos. La rabia no muere con el perro, y si no la entendemos, nos preparamos a lidiar con los infectados y desarrollamos vacunas contra ella, podría volverse una epidemia capaz de terminar con la humanidad entera.

Por ello, al hablar de Anders Behring Breivik no debemos perder de vista que antes que nada era humano. Debemos entender qué puede convencer a un ser humano de matar a cerca de un centenar de personas, y además justificarlo, estar convencido de que es lo correcto, de que está salvando al mundo. Para él, sus actos, al igual que los de los nazis, al igual que los de los jyhadistas musulmanes, al igual que los de los marines norteamericanos, eran necesarios.

El arrebato de las vidas de todos esos jóvenes nos recuerda de la manera más triste que el odio, la discriminación y el miedo no tienen que ver con Alemania o con Irak o Afganistán o ahora con Noruega, no es cosa de cristianos o musulmanes, de blancos o negros. Esta violencia es el resultado de una manera de ver al mundo como un lugar lleno de peligrosos enemigos que merecen la muerte. La idea de un mundo en supuesta necesidad de purificación racial, religiosa, social, o económica. El odio, la discriminación y el miedo son, además, alimentados por ideologías creadas desde los grupos de poder que obtienen cuantiosas ganancias de ellos. La creación de comunidades imaginarias capaces de morir y matar por sus creencias es el medio que utiliza el poder para mantenerse en control. El precio son vidas humanas como las que se perdieron en Utøya, la ganacia es el control económico, el control de recursos (naturales y humanos), el control territorial, el control mental.

No se trata de eliminar la responsabilidad de los individuos por sus actos, sin embargo, parece necesario revisar, además de nuestros actos, cada idea, cada creencia, cada imagen, cada imaginario que los motiva.

Por todo esto, es fácil de entender la iniciativa del grupo de hackers Anonymous de desfigurar el manifiesto que Breivik dejó atrás y que pretende justificar la violencia y el asesinato. Hundir tales ideas en un mar de falsificaciones, de tergiversaciones, de bromas y, así, negarle la oportunidad de alcanzar a otros, de envenenarlos con sus locas alucinaciones. Evitar que sobrevivan esas ideas que convocan a la violencia y la publicitan a través de la violencia misma.

Sin embargo, es desolador pensar que una vez más la petición de Hanna Arendt tenga que hacerse oír; saber que el mismo sistema que permitió el Holocausto siga vigente y siga permitiendo, promoviendo y necesitando de odio, discriminación y miedo. Es desolador pensar que ante tal sistema no podamos entender la rabia y desarrollar un antídoto, sino sólo matar a los perros, y cuando mucho, intentar evitar que la rabia entre en contacto con otras personas.

jueves, 30 de junio de 2011

El cumpleaños de Saint Exupéry

Ayer 29 de Junio de 2011 se cumplieron 111 años del nacimiento de Antoine de Saint Exupéry, por lo que parecía adecuado postear algo en el blog para conmemorarlo, y nada parecía mejor que una revisión de su fantástica obra "El Principito". Debe quedar claro que no sé a cabalidad que clase de revisión es ésta, ya que no es el resultado ni de mi talento, ni de mi sabiduría, sino simplemente de mi admiración por este escritor, pero muy en particular por esta obra. Lo que sí sé es que contiene -sépanlo bien- "spoilers" del pequeño cuento.

Habiendo re-leído este muy modesto acercamiento, debo confesar que me da la impresión de estar traicionando, como dice Nietszche, la esencia del arte al intentar explicar intenciones y dar sentidos. Es cierto que ninguna obra de arte necesita de su coro explicativo, pero esta es simplemente mi humilde interpretación de tan bello texto; no tengo expectativas de verdad, ni de universalidad. Así que para continuar con Nietszche: "Y si esto es sólo una interpretación, bien, tanto mejor".

Así que aquí va:


UNA DOBLE MIRADA AL PRINCIPITO: ALGO MÁS QUE UN LIBRO INFANTIL

El hombre, ese entusiasta clasificador de todo lo que encuentra a su alrededor, obsesionado con el conocimiento, y en ese sentido, obsesionado con las abstracciones, con esos cajones y etiquetas que le permiten conceptualizar todo, hablar de todo, hacerse experto en todo. Las obras literarias, por supuesto, no escapan a este escrutinio detallado al que sometemos todo. Estamos atentos a si determinada obra es épica, si aquella otra es dramática o lírica; y no nos detenemos ahí, muchas veces queremos incluso determinar si son buenas o malas. La discusión es amplia pues tenemos entonces que determinar, antes que cualquier otra cosa, cuáles son aquellos criterios que las hacen malas o buenas, líricas o dramáticas, etc. El problema es profundo y difícil, ya que en toda creación literaria siempre tenemos un elemento que no se deja atrapar fácilmente, que es complejo, confuso, y muy a menudo contradictorio: el hombre, o más específicamente, su intuición como escritor, su personalidad, su mente.

Los pensamientos humanos son muy complejos y muchas veces contradictorios; pretender que podemos aprehenderlos del todo, de manera fiel y a través de la traducción que ofrecen cosas de tipo y orden completamente distintos, como lo son las palabras, es, por decir lo menos, ingenuo. Dicho esto, cabe aclarar que tampoco tenemos por qué renunciar por completo a toda intención de entender una obra, y que el misterio que envuelve siempre a ese componente inevitable de toda génesis literaria no tiene por qué ser malo, degradante o desvalorizarlo todo. La pretensión casi universal de rigor científico que pulula todas las disciplinas, al menos aquellas que pretenden ser tomadas en serio, no debe ser tomada en serio ella misma.

En todo caso, contamos con algo por lo menos verificable: el texto. Es a través del texto que podemos encontrar indicios de lo que el autor ha puesto de sí mismo en la obra, de su intención, intuición y sentimiento. Para bien o para mal, cuando el objeto de estudio es el sentimiento, el pensamiento, las intenciones o estados mentales o, en otras palabras, cuando es el hombre mismo el objeto de estudio, siempre caminamos sobre hielo delgado, y hay que tomar riesgos, aventurar suposiciones y creencias para poder cruzarlo, porque podríamos quedarnos a la orilla, pero ¿cómo no leer las páginas del pasado a la luz de la historia, de su historia, de la de su creador y de la de todos? ¿Cómo no zambullirnos, no sólo en las palabras, sino en todo ese océano misterioso pero maravilloso que siempre se deja, casi como evidencia, en un texto? Por supuesto, siempre ayuda mantenerse al cobijo de evidencia que apunte en esa determinada dirección si es que se quiere salir a flote. Y ese es un método, quizá no tan científico como les gustaría a algunos, pero aún así un método.

Envueltos en ese afán clasificador nos preguntamos sobre El Principito, en particular sobre su acostumbrado lugar en el cajón de los cuentos infantiles.

Si el estilo en verdad tiene más que ver con su función que con su forma, entonces ¿cuál es la función del Principito? ¿Cuál es su intención comunicativa y en ese sentido, su público?

Hay muchos rasgos estilísticos que se utilizan habitualmente para llamar la atención del público infantil. El uso de ilustraciones es algo muy característico y rápidamente identificable dentro de los libros infantiles. El propio Saint-Exupéry ilustra su obra y sus dibujos parecen claramente dirigidos a un público infantil. La sencillez y linealidad de la historia que no deja lugar a confusiones o dudas y la falta de cambios bruscos o alternancia de planos, parecen también apuntar al mismo objetivo; no hay detalles de sobra, de hecho hay una sobriedad en la presentación de lo imprescindible para el desarrollo de la trama, los escenarios no están sobrecargados de detalle; toda la historia se pone en los hombros de los personajes y sus diálogos.

La elección del desierto como escenario bien puede ser el resultado de aquella experiencia de 1935, donde tras 19 horas de vuelo, en un intento por batir un récord en el trayecto Paris-Saigón, Exupéry termina en un accidente que lo deja varado durante 4 días bajo el quemante sol a unos kilómetros del Cairo, en lo que usualmente se cuenta como la fuente de inspiración que el escritor usó para nuestro cuento. Lo cierto es que la elección del desierto como marco de la acción en la que se desarrolla “El Principito” es perfecto, pues permite que los detalles del paisaje se hagan a un lado, apenas esbozándolo ligeramente, permitiendo, de esta manera, que la fuerza del relato se presente únicamente en la poderosa figura del Principito, mientras que se mantiene el relato relativamente sencillo.

El lenguaje con el que se le habla -especialmente al referirse al principito-, es de resaltar también. María Beatriz Fontanella nos dice en su texto sobre los diminutivos que el niño vive en un mundo interior en donde “no predomina el pensamiento lógico conceptual (que en las primeras edades se desconoce), sino los contenidos afectivos, volitivos y lúdicos”. El aviador se refiere siempre al personaje principal como “hombrecito”, “principito”, “muchachito”, esta constante parece transmitir, o exacerbar, ese contenido emocional que nos hace a los lectores desarrollar un cariño especial por el principito. Encontramos también repeticiones deliberadas que refuerzan y mantienen frescas y constantes algunas ideas. Cada vez que termina un capítulo, sobre todo de la primera parte del cuento donde el principito visita varios planetas e interactúa con sus habitantes, repite una y otra vez “Las personas grandes son muy extrañas”. Ningún personaje lleva un nombre propio, todos son mencionados por sus características personales: el bebedor, el rey, el vanidoso, el zorro, etc. La evidencia lingüística del "Principito" como literatura infantil no se detiene ahí, podemos encontrar el uso de puntos suspensivos casi a lo largo de toda la obra, utilización de un lenguaje o forma de hablar específica o característica para algunos de los personajes ─el Rey constantemente se aclara la garganta con un “Ejem, ejem”, el hombre de negocios cuenta y menciona números todo el tiempo, el farolero prendía y apagaba su farol mientras acompañaba el gesto con un “¡Buenos días!” o “¡Buenas noches!” de acuerdo a la situación─, lo que evita que sean planos, los hace más memorables e incluso graciosos para los niños.
Acorde con el animismo y la fantasía del infante, Exupéry también dota de cualidades humanas a los animales o las cosas; el zorro y la flor pueden hablar y son capaces de otorgar frases de sabiduría a los hombres. Carlos A. Castro Alonso en su "Estilística de la literatura infantil" sostiene que otro de los rasgos centrales que encontramos en las obras infantiles, especialmente las que gozan del favor de los niños, es la construcción de un relato que refleje una “actividad feliz y fácil [...] la pintura de una vida en donde el esfuerzo está coronado por el éxito (la anécdota debe terminar bien, y los hechos, los más imprevistos, deben sucederse para variar la vida de los héroes y salvarlos en el momento en que van a perecer)”. Al final podría parecernos que el principito muere a causa del veneno de una serpiente, él mismo hace mención al hecho de haber sido mordido, e incluso le pide al aviador que no vaya a verlo esa noche pues lo que verá no será agradable: “Pareceré enfermo... Parecerá un poco que me muero... es así. ¡No vale la pena que vengas a ver eso...!”. Sin embargo, insiste en que no es así, que sólo lo parecerá, pero la realidad es que su viaje no le permite cargar con ese cuerpo en el regreso a su planeta: “Parecerá que estoy muerto, pero no es verdad -¿Comprendes? Es demasiado lejos y no puedo llevar este cuerpo que pesa demasiado”. A todas luces podría parecernos que el principito ha muerto, pero los párrafos finales parecen intentar disminuir el efecto de lo que para nosotros es su muerte, pues el aviador continúa mirando a las estrellas, aún después de seis años preguntándose si el cordero que le regaló se habrá comido o no a su flor. Toda la actitud del aviador parece decirnos que está seguro de que el principito vive y ha vuelto exitosamente a su planeta junto a su flor. Como si justo antes de perder la vida, justo antes de la destrucción de ese caparazón o envoltura humana, de su cuerpo; su espíritu, su alma, su esencia hubiera logrado escapar de la muerte al viajar por las estrellas de vuelta a su asteroide. Ese movimiento mágico de escape final a través de cosas tan inverosímiles para los adultos es algo que encanta a los niños y en lo que tienen facilidad de creer debido a que justamente en su psique están continuamente aspirando a ese mundo literario en donde la fantasía y la realidad no están claramente separadas, pues dentro de su propia cosmovisión aún, al menos no hasta los nueve años, no las separa claramente. De acuerdo con Ortega y Gasset, “todo lo que el niño ve en torno suyo es como debía ser y lo que no es así no lo ve, tanto que los vicios mismos, hasta la muerte y el crimen, quedan purificados por su alquimia espiritual”, es por esto que el niño requiere muy poco para lograr creer que aquel personaje que ha llegado a querer tanto no está realmente muerto, y el escritor le provee estos pocos detalles necesarios. Es indudable que encontramos suficientes rasgos como para considerar al Principito como una obra infantil, sin embargo también podremos encontrar evidencia que parece apuntar en la dirección opuesta.

Incluso después de una rápida lectura, parece claro que la obra contiene una riqueza narrativa que no podría ser aprehendida fácilmente por los pequeños, nos deja la sensación de que no es un cuento de aventuras solamente y que pretende, por lo menos, reflejar nuestra sociedad adulta, de forma que podamos darnos cuenta de aquellas cosas que son absurdas y que, sin embargo, nos parecen tan maduras y tan esenciales. Desde muy temprano se nos advierte que los adultos no tomamos en cuenta aquello que no se reviste de las formas que consideramos serias o maduras. Se nos cuenta que el asteroide B 612, el planeta en el que vive el Principito, sólo ha sido divisado una vez en 1909 por un astrónomo turco, al que nadie había tomado en serio y nadie le creía. No fue sino hasta 1920, después de un decreto bajo pena de muerte de vestirse a la europea, que el astrónomo pudo gozar de la credibilidad en su descubrimiento pues llevaba un traje muy elegante. Saint Exupéry parece querer decirnos que aunque llevemos un nombre único y aunque externamente seamos como todos los demás seres humanos, son nuestras acciones las que nos distinguen. Quizá esa es la razón por la cual es través de la mirada del principito que podemos tomar distancia de lo que nos parece “normal” y, de tal forma, intentar someter a examen nuestra conducta con nuevos ojos que no estén contaminados por los prejuicios de ser un adulto terrestre, para que podamos darnos cuenta de cuán absurdo es querer ser un rey sin súbditos, un vanidoso sin seguidores, un geógrafo sin exploradores; para que podamos darnos cuenta de cuánto nos aislamos por sumergirnos en nuestras actividades “profesionales” y nuestras actitudes soberbias. Un vistazo que nos muestra claramente cómo hemos invertido los valores y ahora nos parece “razonable” ponerle precio a todo, intentar apropiarnos hasta de las estrellas para poder venderlas, como lo hace el hombre de negocios. Un increíble ejercicio casi de clarividencia que vislumbra la modernidad que se caracteriza por patentar el agua, la tierra y hasta los códigos genéticos; por nuestro tiempo acelerado de vida, casi como si viviéramos en el asteroide cuyo día dura un minuto, constantemente buscando nuevas formas de ahorrar tiempo, de buscar píldoras que eviten perder el tiempo en beber agua; ahorrar tiempo para poder utilizarlo buscando nuevas maneras de ahorrarlo. Por eso el principito comenta que si pudiera ahorrar todo ese tiempo lo utilizaría en tomar una caminata tranquila hacia una fuente donde pudiera beber agua fresca. Se pone de manifiesto nuestra necesidad de poseer, comprar, vender, en lugar de experimentar, gozar, vivir. Justo para evitar caer en el error del vanidoso, el zorro le advierte que “Sólo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible para los ojos.” De esta forma, a través de lo que él llama “domesticar” es posible establecer lazos, tender puentes que nos acerquen a las personas, de manera que no habitemos planetas desolados. Como si los planetas que el principito había visitado antes fueran metáforas de las almas de aquellos que encontraba ahí, necesitados del otro, pero consistentemente alejando a todos. Estos ritos a los que hace referencia el zorro, ese “cada día podrás sentarte más cerca de mí”, es simplemente la intimidad que vamos creando con los demás. Esos rituales compartidos son la amistad.

Dentro de esas relaciones hay algunas que son diferentes a las demás, la rosa a la que tanta fidelidad y amor le profesa el principito es el amor, esa relación tan especial que requiere del cuidado preciso, del riego diario, de la protección de las fuerzas destructivas. El principito sabe que debe cuidar esa relación que ha florecido pues hay muchas otras que duran tan poco, que “aparecían entre la hierba una mañana y por la tarde se extinguían”. Esa no era la primera flor que el principito había visto pero sí era la que le parecía una aparición milagrosa. Y aún así, la flor no está dispuesta a entregarse completamente, al menos no inicialmente, sus cuatro espinas, de las cuáles hace tanto alarde, le sirven como advertencia a aquellos que podrían querer lastimarla, y que la mantienen segura pero solitaria.

A lo largo de toda la obra, aparece y reaparece la finitud. El principito se sobresalta al darse cuenta por primera vez durante su viaje al planeta del geógrafo que su flor a la que tanto ama, es efímera y se encuentra en todo momento en peligro de destrucción. La propia existencia como lo muestra el final del libro se encuentra siempre amenazada por la finitud. El principito sabe que tiene una cita con la muerte, una cita de la que no puede escapar y que se aparece con la forma de una serpiente.

Estas metáforas no están dirigidas a los niños, y quizá no porque no las entenderían, sino quizá... quizá porque las entienden demasiado bien.

El final se deja abierto precisamente para permitir que el libro sea leído en ambos sentidos, como un cuento que se lee en distintos niveles o incluso un cuento que contiene a varios cuentos dentro de sí.
En la dedicatoria inicial se advierte que el libro está dedicado por una parte a los niños, pero por otra a aquellos adultos que puedan entender los libros de los niños como éste. Está dirigido quizá al niño interior que todos albergamos y que Saint Exupéry espera ayudar a emerger de nuevo, a rejuvenecer el espíritu del lector, a convidarle una vez más de su magia y su inocencia, su deseo de disfrutar la vida, de verdaderamente vivirla. Como si pretendiera que su libro fuera usado por los niños en su camino a convertirse en adultos, y por los adultos en lo que él esperaba fuera su camino por recuperar eso que de deseable tiene el espíritu infantil.
Puede que Saint Exupéry haya visto su carrera como dibujante truncada, por aquello que siempre le dijeron los adultos mientras crecía, pero su maestría y talento como escritor le permiten hacer con las letras aquello que pudo hacer desde muy temprana edad con los dibujos: escribir un libro que pueda ser al mismo tiempo un sombrero o una boa cerrada con un elefante adentro.


domingo, 17 de abril de 2011

Una Iglesia de las Historias ("A Church of Stories")

Esta es mi primera entrada de un blog que ni siquiera sabe de qué trata. No planeo escribir sobre algo en particular, de hecho, la intención parece ser escribir sobre todo, es decir, todo lo que me afecte de una forma u otra; por eso el título del blog (Awes Ome), pues pienso poner todo lo que me me maraville, me llame la atención, me horrorice o aquello sobre lo que me encuentre trabajando. Pienso poner una especie de ensayos, precisamente para ayudarme a, como dice Nietszche, tratar la información como el rumiante a su comida, masticarla con calma y usar cuatro estómagos para procesarla, de forma que logre entenderla totalmente, digerirla por completo. Eso pretendo, usar este espacio para ensayar públicamente mis ideas, y, con suerte, hacer uso de las ideas que puedan surgir a partir de ello, y de los comentarios que, mis pocos visitantes (si es que alguno) me dejen a manera de retroalimentación.

Por eso me parece ideal comenzar todo esto con mi traducción de un maravilloso texto de Chuck Palahniuk. Por un lado, porque me gustaría poner al alcance de más gente la extraordinaria perspectiva que él tiene de las historias, para que podamos reflexionar sobre su función, sobre el papel que juegan en la construcción de la Historia personal de cada uno de nosotros, así como también la labor psicoanalítica del contar, del contar todo: nuestras experiencias, nuestros miedos, nuestros deseos, nuestras más oscuras historias. Poner en palabras, hacer del dominio de la conciencia todo aquello que nos avergüenza, que nos aterroriza y que nos obsesiona para que tenga cada vez menos poder sobre nosotros, porque entre menos sabemos de nosotros mismos más manipulables somos, y sobre todo, más enfermos psicoanalíticamente hablando. 

Por otro lado, quisiera dejar esta traducción, a manera de homenaje, y al mismo tiempo, continuar ensayando mis trabajos de traducción, como también, mis ideas acerca del deseo, del inconsciente y de los mecanismos de dominación que hacen uso de ellos para aprovecharse de la gente. Y en este aspecto es importante mencionar el papel que la Iglesia juega en las vidas y las mentes de los individuos. Replantear su función social y preguntarnos si de verdad la sigue cumpliendo, o incluso si alguna vez la cumplió.

Aquí se los dejo:

Una Iglesia de las Historias ("A Church of Stories")

En 1998, mientras estaba en Los Angeles para la filmación del Club de la Pelea (Fight Club), fui con unos amigos al museo Getty. Todas esas antigüedades, los objetos decorativos, todas las galerías de cosas puestas ahí para ser admiradas por silenciosos turistas, por mis amigos y por mí. Ese interminable desfile de obras maestras era demasiado. Demoledor, en la misma forma en que un día de ventas de garaje puede serlo mientras tus ojos encuentran un nombre para cada objeto, un lugar en la historia, una historia. Son demasiadas las historias famosas unidas en esa colina que se levanta por encima de Los Angeles.

Por supuesto, convertí ese día en una historia.

En 1970, durante mi infancia, a los museos se le ponían las manos encima. Ibas a las galerías a destruir arte fino. Tomabas un mazo y le aplastabas la nariz a La Piedad. O besabas una pintura y dejabas lápiz labial sobre ella. Intentabas rociar pintura sobre la Mona Lisa, o plantabas una bomba que destruiría algunos Mirós. Claro que en estos días el Getty tiene guardias y Plexiglás y detectores de movimiento.

Así que, al pasear con mis amigos, les pregunté: “¿Qué pasaría si en lugar de robar o atacar arte establecido, algún artista frustrado intentara meter secretamente sus pinturas dentro de los museos del mundo?” Este artista realizaría cada pintura, le daría su acabado, la enmarcaría, le pondría cinta doble cara detrás y la escondería dentro de su gabardina. Llegaría al museo como cualquiera de nosotros, y entonces abriría su gabardina y pegaría su trabajo en una pared, justo ahí, en medio de los Picassos y los Renoirs. Este cuento se convirtió en una historia corta llamada “Ambición”, así como también en guión. Esta historia, acerca de un artista desesperado por encontrar su lugar en la historia, fue incluida en mi novela llamada Fantasmas (Haunted).

Ambición” y Fantasmas  serán publicados este mayo.

El 13 de marzo, el Museo Metropolitano de Arte encontró en una de las paredes de su galería, la encantadora pintura, enmarcada en oro, de una mujer con una máscara de gas puesta.
El 16 de marzo, el Museo de Brooklyn encontró la pintura de un oficial militar del siglo XVIII  sosteniendo una lata de pintura en aerosol. El Museo de Arte Moderno encontró una pintura el 17 de marzo, que muestra una lata de sopa de tomate. Los Museos Louvre y Tate han encontrado pinturas similares colgadas de sus paredes.

De acuerdo al New York Times, este es el trabajo de un artista británico del graffiti llamado Banksy, quien lleva una gabardina y una barba falsa al momento de colgar su trabajo entre obras maestras.
¿Es una coincidencia o somos más parecidos de lo que nos gustaría admitir? Mis pensamientos son tan tuyos que difícilmente califican como míos. Alguien se hará rico cantando en la radio tu más oscura fantasía que mantienes enterrada.

¿Es mejor esconder tu oscura idea, esperando que todos los demás hagan lo mismo, o representar esa oscura idea y compartirla?

Mientras escribía el Club de la Pelea, hablé con amigos sobre la idea de un proyeccionista de cine que empalmaría pornografía en películas familiares. Un amigo me dijo que no usara la idea, sosteniendo que inspiraría a la gente a usar pornografía para aderezarlo todo. Cuando el libro fue publicado, incontables personas escribieron para decirme que ya habían estado empalmando escenas de sexo en películas de Disney, orinando en comida de restaurantes, o iniciando clubs de pelea. Por décadas.

A pesar de todo, ¿hacemos más daño cuando compartimos nuestras oscuras fantasías —cuando las exploramos a través de una historia o una canción o una pintura— o cuando las negamos?

Son las historias las que permiten a los seres humanos digerir sus vidas al convertir eventos en algo que podamos repetir y controlar, contándolas hasta que se agoten, hasta que no puedan arrancar una risa, un jadeo o una lágrima. Hasta que podamos absorber, asimilar incluso los peores eventos. Nuestra cultura digiere eventos haciendo versiones, cada vez menores, del original. Después de que un barco se hunde o una bomba explota —la Tragedia Original— aparece la versión de las noticias, la versión de la película de televisión, la versión del programa de radio, las versiones de los blogs, el videojuego, las versiones de las placas conmemorativas del Franklin Mint, la versión de la cajita feliz del McDonalds o el chiste de Los Simpsons. Ecos que se desvanecen. Entonces, como la historia graciosa que solías contar en las fiestas, la historia que siempre conseguía hacer reír acerca de cómo tomaste ácido y te comiste medio abrigo de pieles en una noche, dejamos de contar esa historia, NO porque haya dejado de hacer reír a la gente, sino porque hemos digerido el evento; está resuelto, y contar esa historia en cualquiera de sus formas ya no presta ningún servicio al que la cuenta.

Quizá es la razón por la que Radiohead ha dejado de tocar “Creep” en concierto. Quizá es la razón de nuestros sueños: contarnos historias compulsivamente para procesar nuestra experiencia como se procesa la comida en nuestras tripas, incluso mientras dormimos.

Pero las historias que tenemos miedo de contar, de controlar, de elaborar, esas nunca se desgastan y llegan a matarnos.

Al menos eso es lo que les digo a mis amigos cuando me piden que me calle, que deje de darle ideas nuevas a la gente. Esta es mi historia sobre contar historias sobre contar historias. Mi manera de digerir lo que hago.
Yo le digo a la gente: Entre más pronto podamos contar una historia, más rápidamente se desgastará, se convertirá en cliché, y entonces, menos poder tendrá la idea.

Hasta el siglo pasado, las religiones solían darnos un lugar para contar incluso nuestras peores historias; describir nuestras más terribles intenciones. Una vez a la semana podías convertir tus pecados en historia y contarla a tus semejantes, o al líder que te perdonaría y te aceptaría de vuelta dentro de tu comunidad. Cada semana te confesabas, eras perdonado y recibías comunión. Nunca te alejabas demasiado del grupo porque tenías esta descarga regular. Quizá el aspecto más importante de la salvación es tener este foro, este permiso y audiencia para expresar nuestras vidas como una historia.

Pero mientras la iglesia se convierte en un lugar donde la gente va para lucir bien, en lugar de ser ese único lugar seguro donde podías arriesgarte a lucir mal, perdemos ese foro regular de contar historias; y con ello, la salvación, la redención y la comunión que permite. 

En lugar de ello, la gente va a terapia grupal, a programas de rehabilitación en doce pasos, salones de chat, líneas de sexo telefónico, o incluso talleres para escritores, a fin de convertir sus vidas y crímenes en historias, expresarlas, elaborarlas, y al hacerlo ser reconocido por sus semejantes. Regresar al rebaño una semana más. Ser aceptado.

Con esto en mente, nuestra necesidad de convertir incluso las partes más oscuras de la vida —especialmente las más oscuras— en historias… nuestra necesidad de contar esas historias a nuestros semejantes… y nuestra necesidad de ser escuchados, perdonados y aceptados por nuestra comunidad… ¿qué tal que iniciamos una nueva religión?

Podríamos llamarla la “Iglesia de la Historia” (“Church of Story”). Podría ser un lugar de representación donde la gente pudiera agotar sus historias, en palabras o música o escultura. Una escuela donde la gente pudiera desarrollar habilidades o técnicas que le darían más control sobre su historia, y de esta forma, sobre su vida. Este sería un lugar donde la gente pudiera salir de sus vidas y reflejar, tomar distancia lo suficiente como para poder reconocer un aburrido patrón, miedos irracionales o un personaje débil; y comenzar a cambiar eso. Editar y reescribir su futuro. Cuando menos, este podría ser un lugar donde la gente podría desahogarse y ser escuchados, y en ese momento, quizá, seguir adelante.

Sería un foro suficientemente seguro para poder lucir terrible. Expresar terribles ideas.

En la historia moderna, gente frustrada e impotente ha recurrido a las iglesias. Durante los últimos años de la segregación, la gente se encontró entre sí en las iglesias y se dieron cuenta que no estaban solos. Sus problemas personales no eran únicamente de ellos.

Esta “Iglesia de la Historia” le daría a la gente un foro para conectarse. Aquí, tendríamos un tiempo y un espacio regulares, así como el permiso para contar historias entre nosotros, en lugar de ignorar esta necesidad o satisfacerla en un Starbucks en la ventana temporal creada por un capuchino —o llevando una barba falsa y pegando nuestra historia en la pared de una galería de arte—; podríamos darle a la gente el permiso y la estructura que necesitan conseguir. Para contar historias. Para contar mejores historias. Para contar grandes historias. Para vivir grandes vidas.

Pueden encontrar el original en inglés aquí: