jueves, 30 de junio de 2011

El cumpleaños de Saint Exupéry

Ayer 29 de Junio de 2011 se cumplieron 111 años del nacimiento de Antoine de Saint Exupéry, por lo que parecía adecuado postear algo en el blog para conmemorarlo, y nada parecía mejor que una revisión de su fantástica obra "El Principito". Debe quedar claro que no sé a cabalidad que clase de revisión es ésta, ya que no es el resultado ni de mi talento, ni de mi sabiduría, sino simplemente de mi admiración por este escritor, pero muy en particular por esta obra. Lo que sí sé es que contiene -sépanlo bien- "spoilers" del pequeño cuento.

Habiendo re-leído este muy modesto acercamiento, debo confesar que me da la impresión de estar traicionando, como dice Nietszche, la esencia del arte al intentar explicar intenciones y dar sentidos. Es cierto que ninguna obra de arte necesita de su coro explicativo, pero esta es simplemente mi humilde interpretación de tan bello texto; no tengo expectativas de verdad, ni de universalidad. Así que para continuar con Nietszche: "Y si esto es sólo una interpretación, bien, tanto mejor".

Así que aquí va:


UNA DOBLE MIRADA AL PRINCIPITO: ALGO MÁS QUE UN LIBRO INFANTIL

El hombre, ese entusiasta clasificador de todo lo que encuentra a su alrededor, obsesionado con el conocimiento, y en ese sentido, obsesionado con las abstracciones, con esos cajones y etiquetas que le permiten conceptualizar todo, hablar de todo, hacerse experto en todo. Las obras literarias, por supuesto, no escapan a este escrutinio detallado al que sometemos todo. Estamos atentos a si determinada obra es épica, si aquella otra es dramática o lírica; y no nos detenemos ahí, muchas veces queremos incluso determinar si son buenas o malas. La discusión es amplia pues tenemos entonces que determinar, antes que cualquier otra cosa, cuáles son aquellos criterios que las hacen malas o buenas, líricas o dramáticas, etc. El problema es profundo y difícil, ya que en toda creación literaria siempre tenemos un elemento que no se deja atrapar fácilmente, que es complejo, confuso, y muy a menudo contradictorio: el hombre, o más específicamente, su intuición como escritor, su personalidad, su mente.

Los pensamientos humanos son muy complejos y muchas veces contradictorios; pretender que podemos aprehenderlos del todo, de manera fiel y a través de la traducción que ofrecen cosas de tipo y orden completamente distintos, como lo son las palabras, es, por decir lo menos, ingenuo. Dicho esto, cabe aclarar que tampoco tenemos por qué renunciar por completo a toda intención de entender una obra, y que el misterio que envuelve siempre a ese componente inevitable de toda génesis literaria no tiene por qué ser malo, degradante o desvalorizarlo todo. La pretensión casi universal de rigor científico que pulula todas las disciplinas, al menos aquellas que pretenden ser tomadas en serio, no debe ser tomada en serio ella misma.

En todo caso, contamos con algo por lo menos verificable: el texto. Es a través del texto que podemos encontrar indicios de lo que el autor ha puesto de sí mismo en la obra, de su intención, intuición y sentimiento. Para bien o para mal, cuando el objeto de estudio es el sentimiento, el pensamiento, las intenciones o estados mentales o, en otras palabras, cuando es el hombre mismo el objeto de estudio, siempre caminamos sobre hielo delgado, y hay que tomar riesgos, aventurar suposiciones y creencias para poder cruzarlo, porque podríamos quedarnos a la orilla, pero ¿cómo no leer las páginas del pasado a la luz de la historia, de su historia, de la de su creador y de la de todos? ¿Cómo no zambullirnos, no sólo en las palabras, sino en todo ese océano misterioso pero maravilloso que siempre se deja, casi como evidencia, en un texto? Por supuesto, siempre ayuda mantenerse al cobijo de evidencia que apunte en esa determinada dirección si es que se quiere salir a flote. Y ese es un método, quizá no tan científico como les gustaría a algunos, pero aún así un método.

Envueltos en ese afán clasificador nos preguntamos sobre El Principito, en particular sobre su acostumbrado lugar en el cajón de los cuentos infantiles.

Si el estilo en verdad tiene más que ver con su función que con su forma, entonces ¿cuál es la función del Principito? ¿Cuál es su intención comunicativa y en ese sentido, su público?

Hay muchos rasgos estilísticos que se utilizan habitualmente para llamar la atención del público infantil. El uso de ilustraciones es algo muy característico y rápidamente identificable dentro de los libros infantiles. El propio Saint-Exupéry ilustra su obra y sus dibujos parecen claramente dirigidos a un público infantil. La sencillez y linealidad de la historia que no deja lugar a confusiones o dudas y la falta de cambios bruscos o alternancia de planos, parecen también apuntar al mismo objetivo; no hay detalles de sobra, de hecho hay una sobriedad en la presentación de lo imprescindible para el desarrollo de la trama, los escenarios no están sobrecargados de detalle; toda la historia se pone en los hombros de los personajes y sus diálogos.

La elección del desierto como escenario bien puede ser el resultado de aquella experiencia de 1935, donde tras 19 horas de vuelo, en un intento por batir un récord en el trayecto Paris-Saigón, Exupéry termina en un accidente que lo deja varado durante 4 días bajo el quemante sol a unos kilómetros del Cairo, en lo que usualmente se cuenta como la fuente de inspiración que el escritor usó para nuestro cuento. Lo cierto es que la elección del desierto como marco de la acción en la que se desarrolla “El Principito” es perfecto, pues permite que los detalles del paisaje se hagan a un lado, apenas esbozándolo ligeramente, permitiendo, de esta manera, que la fuerza del relato se presente únicamente en la poderosa figura del Principito, mientras que se mantiene el relato relativamente sencillo.

El lenguaje con el que se le habla -especialmente al referirse al principito-, es de resaltar también. María Beatriz Fontanella nos dice en su texto sobre los diminutivos que el niño vive en un mundo interior en donde “no predomina el pensamiento lógico conceptual (que en las primeras edades se desconoce), sino los contenidos afectivos, volitivos y lúdicos”. El aviador se refiere siempre al personaje principal como “hombrecito”, “principito”, “muchachito”, esta constante parece transmitir, o exacerbar, ese contenido emocional que nos hace a los lectores desarrollar un cariño especial por el principito. Encontramos también repeticiones deliberadas que refuerzan y mantienen frescas y constantes algunas ideas. Cada vez que termina un capítulo, sobre todo de la primera parte del cuento donde el principito visita varios planetas e interactúa con sus habitantes, repite una y otra vez “Las personas grandes son muy extrañas”. Ningún personaje lleva un nombre propio, todos son mencionados por sus características personales: el bebedor, el rey, el vanidoso, el zorro, etc. La evidencia lingüística del "Principito" como literatura infantil no se detiene ahí, podemos encontrar el uso de puntos suspensivos casi a lo largo de toda la obra, utilización de un lenguaje o forma de hablar específica o característica para algunos de los personajes ─el Rey constantemente se aclara la garganta con un “Ejem, ejem”, el hombre de negocios cuenta y menciona números todo el tiempo, el farolero prendía y apagaba su farol mientras acompañaba el gesto con un “¡Buenos días!” o “¡Buenas noches!” de acuerdo a la situación─, lo que evita que sean planos, los hace más memorables e incluso graciosos para los niños.
Acorde con el animismo y la fantasía del infante, Exupéry también dota de cualidades humanas a los animales o las cosas; el zorro y la flor pueden hablar y son capaces de otorgar frases de sabiduría a los hombres. Carlos A. Castro Alonso en su "Estilística de la literatura infantil" sostiene que otro de los rasgos centrales que encontramos en las obras infantiles, especialmente las que gozan del favor de los niños, es la construcción de un relato que refleje una “actividad feliz y fácil [...] la pintura de una vida en donde el esfuerzo está coronado por el éxito (la anécdota debe terminar bien, y los hechos, los más imprevistos, deben sucederse para variar la vida de los héroes y salvarlos en el momento en que van a perecer)”. Al final podría parecernos que el principito muere a causa del veneno de una serpiente, él mismo hace mención al hecho de haber sido mordido, e incluso le pide al aviador que no vaya a verlo esa noche pues lo que verá no será agradable: “Pareceré enfermo... Parecerá un poco que me muero... es así. ¡No vale la pena que vengas a ver eso...!”. Sin embargo, insiste en que no es así, que sólo lo parecerá, pero la realidad es que su viaje no le permite cargar con ese cuerpo en el regreso a su planeta: “Parecerá que estoy muerto, pero no es verdad -¿Comprendes? Es demasiado lejos y no puedo llevar este cuerpo que pesa demasiado”. A todas luces podría parecernos que el principito ha muerto, pero los párrafos finales parecen intentar disminuir el efecto de lo que para nosotros es su muerte, pues el aviador continúa mirando a las estrellas, aún después de seis años preguntándose si el cordero que le regaló se habrá comido o no a su flor. Toda la actitud del aviador parece decirnos que está seguro de que el principito vive y ha vuelto exitosamente a su planeta junto a su flor. Como si justo antes de perder la vida, justo antes de la destrucción de ese caparazón o envoltura humana, de su cuerpo; su espíritu, su alma, su esencia hubiera logrado escapar de la muerte al viajar por las estrellas de vuelta a su asteroide. Ese movimiento mágico de escape final a través de cosas tan inverosímiles para los adultos es algo que encanta a los niños y en lo que tienen facilidad de creer debido a que justamente en su psique están continuamente aspirando a ese mundo literario en donde la fantasía y la realidad no están claramente separadas, pues dentro de su propia cosmovisión aún, al menos no hasta los nueve años, no las separa claramente. De acuerdo con Ortega y Gasset, “todo lo que el niño ve en torno suyo es como debía ser y lo que no es así no lo ve, tanto que los vicios mismos, hasta la muerte y el crimen, quedan purificados por su alquimia espiritual”, es por esto que el niño requiere muy poco para lograr creer que aquel personaje que ha llegado a querer tanto no está realmente muerto, y el escritor le provee estos pocos detalles necesarios. Es indudable que encontramos suficientes rasgos como para considerar al Principito como una obra infantil, sin embargo también podremos encontrar evidencia que parece apuntar en la dirección opuesta.

Incluso después de una rápida lectura, parece claro que la obra contiene una riqueza narrativa que no podría ser aprehendida fácilmente por los pequeños, nos deja la sensación de que no es un cuento de aventuras solamente y que pretende, por lo menos, reflejar nuestra sociedad adulta, de forma que podamos darnos cuenta de aquellas cosas que son absurdas y que, sin embargo, nos parecen tan maduras y tan esenciales. Desde muy temprano se nos advierte que los adultos no tomamos en cuenta aquello que no se reviste de las formas que consideramos serias o maduras. Se nos cuenta que el asteroide B 612, el planeta en el que vive el Principito, sólo ha sido divisado una vez en 1909 por un astrónomo turco, al que nadie había tomado en serio y nadie le creía. No fue sino hasta 1920, después de un decreto bajo pena de muerte de vestirse a la europea, que el astrónomo pudo gozar de la credibilidad en su descubrimiento pues llevaba un traje muy elegante. Saint Exupéry parece querer decirnos que aunque llevemos un nombre único y aunque externamente seamos como todos los demás seres humanos, son nuestras acciones las que nos distinguen. Quizá esa es la razón por la cual es través de la mirada del principito que podemos tomar distancia de lo que nos parece “normal” y, de tal forma, intentar someter a examen nuestra conducta con nuevos ojos que no estén contaminados por los prejuicios de ser un adulto terrestre, para que podamos darnos cuenta de cuán absurdo es querer ser un rey sin súbditos, un vanidoso sin seguidores, un geógrafo sin exploradores; para que podamos darnos cuenta de cuánto nos aislamos por sumergirnos en nuestras actividades “profesionales” y nuestras actitudes soberbias. Un vistazo que nos muestra claramente cómo hemos invertido los valores y ahora nos parece “razonable” ponerle precio a todo, intentar apropiarnos hasta de las estrellas para poder venderlas, como lo hace el hombre de negocios. Un increíble ejercicio casi de clarividencia que vislumbra la modernidad que se caracteriza por patentar el agua, la tierra y hasta los códigos genéticos; por nuestro tiempo acelerado de vida, casi como si viviéramos en el asteroide cuyo día dura un minuto, constantemente buscando nuevas formas de ahorrar tiempo, de buscar píldoras que eviten perder el tiempo en beber agua; ahorrar tiempo para poder utilizarlo buscando nuevas maneras de ahorrarlo. Por eso el principito comenta que si pudiera ahorrar todo ese tiempo lo utilizaría en tomar una caminata tranquila hacia una fuente donde pudiera beber agua fresca. Se pone de manifiesto nuestra necesidad de poseer, comprar, vender, en lugar de experimentar, gozar, vivir. Justo para evitar caer en el error del vanidoso, el zorro le advierte que “Sólo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible para los ojos.” De esta forma, a través de lo que él llama “domesticar” es posible establecer lazos, tender puentes que nos acerquen a las personas, de manera que no habitemos planetas desolados. Como si los planetas que el principito había visitado antes fueran metáforas de las almas de aquellos que encontraba ahí, necesitados del otro, pero consistentemente alejando a todos. Estos ritos a los que hace referencia el zorro, ese “cada día podrás sentarte más cerca de mí”, es simplemente la intimidad que vamos creando con los demás. Esos rituales compartidos son la amistad.

Dentro de esas relaciones hay algunas que son diferentes a las demás, la rosa a la que tanta fidelidad y amor le profesa el principito es el amor, esa relación tan especial que requiere del cuidado preciso, del riego diario, de la protección de las fuerzas destructivas. El principito sabe que debe cuidar esa relación que ha florecido pues hay muchas otras que duran tan poco, que “aparecían entre la hierba una mañana y por la tarde se extinguían”. Esa no era la primera flor que el principito había visto pero sí era la que le parecía una aparición milagrosa. Y aún así, la flor no está dispuesta a entregarse completamente, al menos no inicialmente, sus cuatro espinas, de las cuáles hace tanto alarde, le sirven como advertencia a aquellos que podrían querer lastimarla, y que la mantienen segura pero solitaria.

A lo largo de toda la obra, aparece y reaparece la finitud. El principito se sobresalta al darse cuenta por primera vez durante su viaje al planeta del geógrafo que su flor a la que tanto ama, es efímera y se encuentra en todo momento en peligro de destrucción. La propia existencia como lo muestra el final del libro se encuentra siempre amenazada por la finitud. El principito sabe que tiene una cita con la muerte, una cita de la que no puede escapar y que se aparece con la forma de una serpiente.

Estas metáforas no están dirigidas a los niños, y quizá no porque no las entenderían, sino quizá... quizá porque las entienden demasiado bien.

El final se deja abierto precisamente para permitir que el libro sea leído en ambos sentidos, como un cuento que se lee en distintos niveles o incluso un cuento que contiene a varios cuentos dentro de sí.
En la dedicatoria inicial se advierte que el libro está dedicado por una parte a los niños, pero por otra a aquellos adultos que puedan entender los libros de los niños como éste. Está dirigido quizá al niño interior que todos albergamos y que Saint Exupéry espera ayudar a emerger de nuevo, a rejuvenecer el espíritu del lector, a convidarle una vez más de su magia y su inocencia, su deseo de disfrutar la vida, de verdaderamente vivirla. Como si pretendiera que su libro fuera usado por los niños en su camino a convertirse en adultos, y por los adultos en lo que él esperaba fuera su camino por recuperar eso que de deseable tiene el espíritu infantil.
Puede que Saint Exupéry haya visto su carrera como dibujante truncada, por aquello que siempre le dijeron los adultos mientras crecía, pero su maestría y talento como escritor le permiten hacer con las letras aquello que pudo hacer desde muy temprana edad con los dibujos: escribir un libro que pueda ser al mismo tiempo un sombrero o una boa cerrada con un elefante adentro.