jueves, 28 de julio de 2011

LA MATANZA DE OSLO Y LA BANALIDAD DEL MAL.

Por un lado, parecen tener razón aquellos que han pedido que Anders Behring Breivik pierda su nombre, su rostro. Quizá lo mejor es condenarlo al olvido, negarle la publicidad que tanto busca, a la que ha dedicado su vida y de la que ha obtenido tanto dinero. La riqueza de la que tanto presumía en sus perfiles parece haberla conseguido a través de su trabajo en el área de lo que hoy conocemos como “marketing”. Anders Behring Breivik sabe colocar productos en la mente de las personas, o en otras palabras, sabe vender sueños, deseos, creencias primero, y luego vender productos destinados a satisfacer esas ideas ya compradas por el público. Por eso el mayor peligro de seguir hablando del asesino de Oslo es colocar aún más su marca, su ideología. El mayor peligro es convertirnos, probablemente sin saberlo, en un elemento más de su aparato de marketing. Parece apropiado, entonces, despojarlo de toda humanidad, quitarle su rostro y hacerlo responder ya no a un nombre sino por sus acciones: “el asesino de Oslo”, “el monstruo”, “el terrorista”.

Ya otros antes de mi, han llamado la atención, a propósito de estos hecho lamentables, hacia juicio de Eichmann en Jerusalén o el espectáculo en el que se convirtieron los juicios de Núremberg a fin de mostrarle al mundo que la justicia no perdona y es especialmente dura cuando el sufrimiento de las víctimas es de tal magnitud que no puede ser ignorado. Dichos juicios hicieron desfilar víctima tras víctima para que pudieran testificar los horrores que habían vivido, para mostrar sin lugar a dudas las cosas inhumanas que los victimarios habían llevado a cabo, el sufrimiento al que habían sido sometidos y especialmente el elevado número de personas afectadas por tales actos de barbarie. El libro de Hanna Arendt sobre Eichmann trata de lo que ella llama “la banalidad del mal”, es decir, la parcelización del mal en pequeñas cargas que no perturban la moral de todos aquellos que participan en la barbarie. Durante la Solución Final, fue un gran número de alemanes los que participaron en mayor o menor medida en el genocidio. Funcionarios, soldados, ciudadanos, religiosos, muchos participaron pero nadie se creía culpable. Eichmann sostenía no haber matado a nadie, nunca haber jalado un gatillo, nunca haber girado una llave en las cámaras de gas, nunca haber puesto una soga alrededor de un cuello. Pero nada de eso importaba, sus manos no estaban manchadas de sangre, al menos no literalmente, pero sí manchadas de tinta por haber firmado los papeles que terminarían con la vida de muchas personas. De la misma forma, los maquinistas encargados de llevar prisioneros a los campos de concentración sólo conducían trenes, las enfermeras sólo desvestían y rapaban a los prisioneros, los conserjes sólo vaciaban y limpiaban las cámaras de gas, los médicos sólo diagnosticaban a los pacientes (aunque al diagnosticarlos como enfermos mentales, por ejemplo, estuvieran conduciéndolos con total conocimiento de ello a la muerte), los vecinos sólo enteraban de sus direcciones a las autoridades, los altos oficiales sólo firmaban papeles. Nadie era culpable, todos solamente cumplían con las obligaciones contraídas con la patria, primero, y con su trabajo, después. Era obvio que todos eran culpables, pero nadie lo veía, nadie se sentía culpable, y por ello, nadie sentía la obligación de detener todo aquello. No cargaban con la culpa que hubiera hecho que reflexionaran sobre todo aquello que habían hecho y seguían haciendo. Todo este mecanismo de división del mal, era una extensión de la manera moderna de ver al trabajo, y en general de la razón instrumental que exigía de sus empleados eficiencia y obediencia ciegas.

Lo que más preocupaba a Hanna Arendt era que al convertir a los nazis en monstruos, en inhumanos, en bestias sin corazón se pasara por alto que era toda una sociedad la culpable, un sistema económico, una cultura, una cosmovisión. Al final de los juicios, todo mundo creyó que ya no había problema; muerto el perro se acabó la rabia, como dice el dicho. Hanna quería que aprendiéramos de nuestros errores, pero para ello tendríamos que entender qué salió mal, las razones detrás de la barbarie. Despojar a los alemanes nazis de su humanidad en idea ocultaba las razones que orillan, convencen o encantan a toda una cultura, no sólo a estar de acuerdo con el genocidio y el terror, sino incluso a participar en ellos. La rabia no muere con el perro, y si no la entendemos, nos preparamos a lidiar con los infectados y desarrollamos vacunas contra ella, podría volverse una epidemia capaz de terminar con la humanidad entera.

Por ello, al hablar de Anders Behring Breivik no debemos perder de vista que antes que nada era humano. Debemos entender qué puede convencer a un ser humano de matar a cerca de un centenar de personas, y además justificarlo, estar convencido de que es lo correcto, de que está salvando al mundo. Para él, sus actos, al igual que los de los nazis, al igual que los de los jyhadistas musulmanes, al igual que los de los marines norteamericanos, eran necesarios.

El arrebato de las vidas de todos esos jóvenes nos recuerda de la manera más triste que el odio, la discriminación y el miedo no tienen que ver con Alemania o con Irak o Afganistán o ahora con Noruega, no es cosa de cristianos o musulmanes, de blancos o negros. Esta violencia es el resultado de una manera de ver al mundo como un lugar lleno de peligrosos enemigos que merecen la muerte. La idea de un mundo en supuesta necesidad de purificación racial, religiosa, social, o económica. El odio, la discriminación y el miedo son, además, alimentados por ideologías creadas desde los grupos de poder que obtienen cuantiosas ganancias de ellos. La creación de comunidades imaginarias capaces de morir y matar por sus creencias es el medio que utiliza el poder para mantenerse en control. El precio son vidas humanas como las que se perdieron en Utøya, la ganacia es el control económico, el control de recursos (naturales y humanos), el control territorial, el control mental.

No se trata de eliminar la responsabilidad de los individuos por sus actos, sin embargo, parece necesario revisar, además de nuestros actos, cada idea, cada creencia, cada imagen, cada imaginario que los motiva.

Por todo esto, es fácil de entender la iniciativa del grupo de hackers Anonymous de desfigurar el manifiesto que Breivik dejó atrás y que pretende justificar la violencia y el asesinato. Hundir tales ideas en un mar de falsificaciones, de tergiversaciones, de bromas y, así, negarle la oportunidad de alcanzar a otros, de envenenarlos con sus locas alucinaciones. Evitar que sobrevivan esas ideas que convocan a la violencia y la publicitan a través de la violencia misma.

Sin embargo, es desolador pensar que una vez más la petición de Hanna Arendt tenga que hacerse oír; saber que el mismo sistema que permitió el Holocausto siga vigente y siga permitiendo, promoviendo y necesitando de odio, discriminación y miedo. Es desolador pensar que ante tal sistema no podamos entender la rabia y desarrollar un antídoto, sino sólo matar a los perros, y cuando mucho, intentar evitar que la rabia entre en contacto con otras personas.